15/1/10

Haití. ¿Dónde estaba Dios?


Oriol Domingo | 15/01/2010 - 00:03 horas

1. Una vez ha comenzado a ejercerse la solidaridad cabe preguntarse dónde estaba Dios cuando el terremoto asoló Haití. Es lógico que el ser humano (ateo, agnóstico, creyente) se plantee este interrogante. Lo hace desde que la humanidad pisa el planeta Tierra. Es la milenaria cuestión del mal. No se resuelve con magia. Dios no es un mago. El ser humano tampoco tiene poderes mágicos. La relación entre Dios, humanidad y mal puede ser un laberinto, o un absurdo, o nada, o un problema, o un misterio. O un interrogante.

2. También los seres humanos se sienten interpelados por Dios, según el relato bíblico del Génesis. Dios pregunta a Adán; o sea, a la humanidad: "¿Dónde está tu hermano?"

3. ¿Dónde estaba el ser humano cuando el terremoto destruyó Haití? Habrá Dios, o no. Eso no depende del ser humano. Pero los seres humanos no pueden ni deben rehuir su propia responsabilidad, transfiriéndola a la divinidad. Ellos son, somos, responsables de la pobreza en el mundo, de la riqueza mal repartida, de las frágiles casas que se hunden cuando la Tierra tiembla, de no canalizar bien los ríos que se desbordan, de la falta de medicamentos, de la miseria, de la escasa educación, del dinero utilizado para destruir con armas y no para construir.

4. Hay otra pregunta crucial en el relato bíblico sobre la relación entre Dios y el ser humano. (Y es que la Biblia, sea dicho entre paréntesis, es un conjunto de narraciones profundamente humanas, y no un superficial texto infantiloide). La pregunta, dramática, es formulada por Jesús sufriente clavado en cruz: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Aunque pueda pensarse lo contrario, el creyente es un ser que pregunta. Como el creyente Jesús.

5. La respuesta es más práctica que teórica, más existencial que intelectual, más vital que dogmática. La respuesta se da en la vida de cada uno y también en la propia muerte. La vida de Jesús es la del hombre para los demás. La del hombre que pasa por el mundo haciendo el bien. Que cree, pese a todo, en Dios. Que espera contra toda esperanza desde el fondo de su corazón. Que ama, que se solidariza, que perdona, que ejerce la misericordia. Y que en el último aliento exclama dirigiéndose al Dios que considera padre: "En vuestras manos encomiendo mi espíritu".

(lavanguardia.es)

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