28/9/11

Una película para ver


El árbol de la vida: Una obra maestra que perdurará

22.09.11 | 14:19. Archivado en Crítica cinematográfica

Terrence Malick (Malas Tierras, 1973; Días del cielo, 1978; La delgada línea roja, 1998; El nuevo mundo, 2005)ha realizado una obra maestra que supone al artista capaz de expresarse a través del cine, al pensador que se asienta en la tradición filosófica, teológica y musical, y al creyente que quiere plasmar su experiencia de Dios. Tal intención nos lleva a una obra compleja que puede ser contemplada desde una cierta sencillez pero que no funcionará como película comercial. En este caso la crítica quiere ser una invitación responsable a ver una película que provoca una experiencia estética, invita a adentrase en la experiencia de la gracia y deja un poso reflexivo que exige tanto la revisitación –aquí la repetición será obligada- como a la contemplación y el diálogo.
La película en el primer nivel narrativo cuenta la historia de una familia en Texas en los años cincuenta el padre autoritario – genial Brad Pitt- y la madre bondadosa –todo un descubrimiento Jessica Chastain-tienen tres hijos varones de los que seguimos de forma especial a Jack -que será interpretado por Hunter McCracken de niño-adolescente y Sean Penn de adulto-, el mediano y especialmente significativo R.L. (Laramie Eppler) y Steve ( Tye Sheridan) que será el pequeño. Esta histórica doméstica se nos presenta en tres planos un ahora trágico, un pasado complejo y un futuro de promesa. Este nivel es la disculpa para presentarnos una biografía personal donde la gracia que se presenta como una historia de salvación: gracia original, pecado, redención y consumación.
El segundo nivel narrativo se expresa con imágenes –memorable la fotografía de Emmanuel Lubezki-, y música que dan a la historia un alcance cósmico y universal. No se trata de una biografía concreta sino de una presentación de la historia del universo y el ser humano ante Dios que le regala su gracia. Aquí tiene sentido el largo excursus sobre el origen del universo y la vida así como los intercalados visuales, que más que fragmentar la narración la despliegan, y en los que se introduce numerosos símbolos acompañados una banda sonora que actúa también como un potente emisor de mensajes. La complejidad significativa de los más de 30 fragmentos de música clásica y contemporánea nos llevan a recorrer obras de Bach, Mozart, Brahms, Mahler, Smetana, Respighi, Couperin (padre e hijo al piano y a la guitarra), Holst, incluso Preisner –el compositor de Kieslowski- para llevarnos hacia el “Agnus Dei”, de la “Grande Messe de Morts” de Berlioz.
El tercer nivel narrativo tiene la forma de una oración que es pronunciada fundamentalmente ante Dios por los tres personajes principales madre, padre e hijo mayor. En estas oraciones armonizadas con las imágenes y la banda sonora se ofrece el fondo teológico que manifiesta la presencia y la búsqueda de Dios, el encuentro y la ausencia del Misterio, la gracia y la naturaleza, el dolor y el pecado, la conversión y, por fin, la alabanza.
La película también tiene sus límites como no puede ser menos ante el reto imposible que aborda. La sobreabundacia en algunos momentos se convierte en retórica, la ciencia se mezcla sin demasiado aviso con la creencia, la presentación de esta familia supone una tipología poco universal, lo explícito de la confesión se hace incomprensible para el que no ha surcado por los mares de la fe cristiana y lo complejo del relatop puede excluir a los sencillos.
Sin embargo, no queda impedida la genialidad. Señalada por la división radical de opiniones entre la crítica, elevada por la excepcional forma fílmica que despliega, impúdica y arriesgada por la presentación de la fe que realiza. Esta película se convertirá para los cinéfilos en obra de culto y para el cine espiritual en referencia. Para nada es fácil, por eso esta crítica quiere ofrecer en planos unas pistas provisionales para la visión.
Como fondo último hay una llamada a la conversión al misterio de la presencia elocuente, escondida y también dramática, en medio del pecado y de la muerte, de la Gracia. Por ello termina convirtiéndose en una alabanza. Aquí hay un creyente, que lleno de límites, que los hay, nos muestra sobrecogido su experiencia de Dios. Un lugar donde el cine se hace don.

Trailer

24/9/11

Estrés y descanso... compasión.



Jesús recibe a los que vuelven de la misión con unas palabras que bien pueden considerarse como todo un “estilo de vida”: “Venid a un sitio tranquilo a descansar un poco”.

Descanso es lo opuesto a estrés. Éste se produce porque estamos en un sitio y queremos estar en otro; aquél sólo es posible cuando vivimos la aceptación del momento presente.

El estrés nos divide interiormente y tiende a “rompernos” porque, estando en un lugar y un momento, nos hace desear otro diferente. O porque, hallándonos de un modo determinado, nos agitamos porque querríamos estar de otro distinto.

En ambos casos, quien introduce el estrés –y la ansiedad- es nuestra mente –el yo-, que siempre coloca su sueño de felicidad en el futuro. Dado que no puede vivir en presente –en el que literalmente se disuelve-, y dada también su inconsistencia radical, el yo se proyecta constantemente a un futuro siempre inalcanzable, manteniendo de ese modo la ilusión de existir como entidad independiente.

Es cierto que, en el estrés y la ansiedad, hay intensidades muy diversas, dependiendo de factores externos e internos, muy ligados en cualquier caso al vacío afectivo de origen. A mayor vacío, más necesidad de compensar compulsivamente, más hiperactividad mental y más prisa-huida hacia el futuro.

Pero no es menos cierto que, en toda vivencia de estrés, hay una mente no observada: un conjunto de pensamientos y sentimientos que parecen tener vida propia y que terminan encerrando a la persona en callejones sin salida, donde no queda otra posibilidad que la angustia (de “angustus”: estrecho, cerrado, sin salida).

Si la característica del estrés es la huida del momento presente, y su factor común es la mente que “va por libre”, el descanso sólo podrá venir de la mano de una mente observada, que permite a la persona morar en la aceptación del instante presente.

Observar la mente permite tomar distancia de todo lo que se mueve en ella, para poder caer en la cuenta de que no somos aquello que pasa por ella, sino el Testigo ecuánime que la observa.

Puedes ejercitarte de esta manera: Visualízate a ti mismo/a en la nuca, dirige tu mirada hacia la frente, y pregúntate: ¿qué estoy pensando?, o ¿qué estoy sintiendo?, manteniendo siempre una distancia que no se implica.

Toma conciencia de que todo aquello que puedes observar no son sino “objetos” que hay en ti, pero en ningún caso tú mismo/a; es una película que tu mente está proyectando, pero en ningún caso tu identidad. No te reduzcas, por tanto, a esa película. Eres la Conciencia-Testigo que es consciente de lo que ahí ocurre.

Observar la mente se convierte así en la mayor fuente de libertad interior, dado que no hay nada externo que pueda esclavizarte sino tu propia reducción a aquélla.

Pero, además de libertad, la observación de la mente aporta la capacidad de permanecer en el aquí y ahora, porque se ha apaciguado la fuente de toda huida al futuro, que no era otra que la propia mente, en su tarea titánica de autoafirmarse como “yo”.

Acallada la mente, deshecha la identificación con el yo, sólo queda la Presencia, que sabe a descanso, a plenitud y a unidad.

El “sitio tranquilo”, de que habla el evangelio, no es otro que éste: la Presencia; el modo de “venir a él” pasa por observar la mente, a distancia, sin “pensar los pensamientos”, para posibilitar su silencio y, con él, la emergencia de la plenitud que, de otro modo, queda opacada.

Por eso, no luches con los pensamientos para intentar acallarlos; de ese modo, sólo lograrás incrementarlos. Basta que, situándote en el presente, digas: “Esa mente no soy yo”, “esos pensamientos incesantes no soy yo”…

Cuando dices esto, estás viniendo ya al presente. Presente es el no-tiempo, y es lo único que existe. Todo es ahora, y únicamente existe ahora. De hecho, no puedes estar fuera de él, ni cuando “vuelves” al pasado ni cuando proyectas el futuro; en un caso y otro, sólo puedes estar en lo único que existe: el instante presente, el Ahora atemporal, el “lugar” del descanso y de la plenitud.

En la segunda parte de este breve texto, el narrador acude a la imagen del “pastor” para presentar a Jesús. En la tradición profética, se había hablado del “pastor de Israel”, al que se identificaba con el Mesías (Libro de Jeremías 23,4-8; Libro de Ezequiel 34,23), como el que alimentaría a su pueblo. Alimento que se refiere tanto a la enseñanza como a la comida, según el doble significado del alimento/pan en el judaísmo.

Por eso, el texto habla de “enseñanza” –“se puso a enseñarles con calma”- y de “pan” –a continuación se narra el episodio conocido como la “multiplicación de los panes”-. De ambas maneras, Marcos presenta a Jesús como el alimento del pueblo.

Y lo que desencadena su reacción es el sentimiento que experimenta al ver a la multitud que andaba “como ovejas sin pastor”. Un sentimiento característico de Jesús que, en la presente traducción, se nombra como “lástima”. Pero hay otros términos y expresiones castellanas que podrían traducir mejor el original griego: sentir compasión o conmoverse en las entrañas.

En el lenguaje habitual, “lástima” parece referirse a un sentimiento, quizás intenso, pero en todo caso superficial o epidérmico, que no lleva a ninguna acción. “Compasión”, por el contrario, significa la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de ver y sentir las cosas como él las ve y las siente, activando un movimiento de ayuda.

En cualquier caso, más allá de las palabras empleadas, se alude al sentimiento profundo de quien se pone “en la piel” del otro, vibra con su situación y se vuelca en una acción eficaz de ayuda. Recordemos la acción que se desata en el samaritano de la parábola en cuanto siente compasión por el hombre malherido: “Se acercó y vendó sus heridas, después de habérselas curado con aceite y vino; lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él; sacó dos denarios…” (evangelio de Lucas 10,33-35).

Esa compasión que mueve las entrañas y se traduce en un servicio eficaz es uno de los rasgos más característicos de la persona de Jesús.

Los cristianos vemos en Jesús el “Rostro” humano de la Divinidad. Al hilo del evangelio parece adecuado afirmar que Dios es Descanso y es Compasión, la Presencia atemporal, sabia y amorosa, en la que todo es.

Enrique Martínez Lozano

20/9/11

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.

Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).

Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.

Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.

A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado:

«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).

Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.

Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados [...] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar [...] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).

He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme [...] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.

Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza. Gracias.


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