5/6/10

Pan que se parte

Memorias de una discípula

Me llamo Susana que en hebreo significa "lirio" y junto con los doce, María de Magdala, Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes, y otras muchas, pertenecí al grupo que seguía a Jesús desde Galilea. (Cf. Lc 8,1-3) Eramos un movimiento extraño, muy distinto de los que solían agruparse en torno a los rabbis o maestros. Estos no aceptaban nunca mujeres en su seguimiento y elegían sus discípulos sólo entre varones cultivados y de buena fama, cosa que no ocurría entre nosotros.

Llevábamos una vida itinerante, recorriendo aldeas y poblados en los que Jesús iba anunciando la llegada del Reino. El contacto con él era como una ráfaga de libertad que, a su paso, hacía que todo recobrara vida y novedad. Eran tiempos de recreación, tiempos de entusiasmo desbordante, como si el vino que él había derrochado en Caná nos embriagase un poco a todos. "Algo nuevo está naciendo, la fiesta de bodas ha comenzado", decía él.

Desde que se corrió la noticia de que había curado a algunos enfermos, la gente acudía donde él estaba y, si no podía entrar en la casa, esperaba a la puerta el tiempo que fuera necesario, con tal de poder verle y tocarle o, al menos, desahogar ante él el peso de sus sufrimientos. Los que vivíamos cerca de él, no podíamos comprender cómo tenía tiempo para todos, cómo podía abarcar con su atención y con su afecto a cada una de aquellas personas agitadas o abatidas por su enfermedad, empapadas de sudor y de polvo, agotadas por la caminata y la espera, hambrientas de su presencia y de su palabra.

Pan al final de la jornada

Un día, llegamos a una aldea al atardecer, después de una larga caminata a pleno sol que nos había dejado extenuados. No habíamos probado bocado en todo el día y, cuando entramos en la casa de los conocidos que nos ofrecieron cobijo, las mujeres nos pusimos a preparar la masa del pan y a cocerlo, mientras otros iban a comprar dátiles y aceitunas que lo acompañarían en la cena.

Jesús, entretanto, se había quedado fuera, rodeado de la gente que había ido llegando. Escuchaba a cada uno, le preguntaba su nombre, tocaba sus heridas y se interesaba por sus fiebres, con la misma ternura con que una madre acariciaría y curaría las de su hijo enfermo. El contacto de sus manos, decía la gente, comunicaba sosiego y alivio; el aliento de sus palabras contagiaba ánimo y esperanza para seguir viviendo y luchando contra las fuerzas de la muerte.

Cuando le llamamos para comer, no hizo caso y continuó hablando, escuchando, acariciando. No parecía tener prisa, ni hambre, ni cansancio, y no entró en la casa hasta que despidió al último enfermo.

Cuando tomó el pan aquella noche para partirlo y repartirlo, según su costumbre, todos nos dimos cuenta de que así era él: un pan partido y repartido, una vida devorada por todos los que tenían hambre de vivir, de ser amados, escuchados, comprendidos, sanados. Con la misma naturalidad con que repartía aquel pan, se repartía a sí mismo sin reservarse nada, sin guardarse nada, y entregaba a todos su tiempo, su afecto, su interés, su amistad.

Las palabras de la oración de bendición nos parecieron nuevas aquella noche: "Bendito seas Señor nuestro, Rey del universo, que nos sostienes y das pan a todo viviente, porque tu misericordia es eterna. Tú preparas el sustento para todos los seres que has creado. Bendito seas, Señor, que sostienes a todos."

Tiempo para orar

Imagina la escena de ese atardecer en Cafarnaúm que narra Marcos. Mézclate entre la gente que se agolpa a la entrada de la casa donde se hospeda Jesús. Trata de poner rostros de hoy a esa multitud anónima del evangelio. Quizá te sientas pertenecer al grupo de los que llevan a otros hacia Jesús: nómbralos, aviva tu deseo de poder acercar a él a tanta gente que sufre y a la que querrías ayudar. Siéntete también del grupo de enfermos, contacta con tus carencias de fondo, con tu necesidad de sanación y reconstrucción. Cuando te toque el turno, acércate a Jesús y déjale preguntarte: “¿Qué quieres que haga contigo?” mientras te impone las manos.

Piensa qué le contestarías si al final te preguntara: “¿Quieres compartir conmigo esta tarea de consolar y sanar heridas? ¿Estás dispuesto a ofrecer también tu vida, junto a la mía, “como pan que se parte”?

Dolores Aleixandre rscj

ENCUENTRO SUPERIORAS AMÉRICA 2011

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"Haced, Dios mío, que no desee ni busque nunca más que serviros en la forma que Vos queráis." (M. Alberta)